Jesus tocó el corazón de aquel hombre, que estaba encerrado dentro de sí mismo. Le abrió las puertas, y le enseñó a mirar al prójimo. Y ese hombre se sintió sanado. Pero algunos que lo veían, empezaron a discutir sobre Jesús... Es que no lo ha hecho bien. Es que hay que hacerlo a nuestra manera. Es que su camino no nos convence. Es que lo hace para que le aplaudan, para que le adulen, para que le admiren. Es que es un demagogo; y así seguían en un debate interminable, pidiéndole gestos y milagros, y al tiempo poniendo objeciones.
Entonces Jesús les dijo: «Mirad, las divisiones internas solo generan fracaso. La diversidad, la diferencia, la variedad están bien, pero tirarse los trastos a la cabeza por ellas no sirve para nada. ¿De qué va mi evangelio? De amor, de verdad, de justicia. Solo eso señala al Dios del amor, de la verdad y de la justicia. Ese es el reino que ha llegado entre vosotros. Pelear por otras cosas solo conduce al fracaso. El que quiera venir conmigo, trabajar conmigo, construir conmigo, que se dedique a eso: el amor, la verdad y la justicia. Y estará conmigo.
Si no, está desperdiciando la vida...»
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